Una controversia algo longeva


    
    Dijeron que había causas idiopáticas. Que la fiebre, que la médula y los músculos, que otras tantas cosas. Pasaron cinco años. Volví a hacer varios estudios, entre ellos resonancias, placas y análisis de sangre. Me dieron algunos años más. Pasaron otros siete antes de que volviera a hacerme chequeos. Llegué a odiar a todo el departamento médico y sus estúpidas conjeturas. No había nada. Pasaron otros 15 años y ya estaba ciertamente viejo. Nunca hubo nada más que la pena de correr con la idea de caer muerto en cada esquina.
Todos los días… caminar con el texto de arrepentimiento para mi esposa, los bienes personales distribuidos, el carnet que dice a quién llamar, las píldoras que neutralizan la loca idea de que el más insignificante dolor de cabeza sería apenas el comienzo del peor cáncer. Todas las mañanas caminando por calles distintas, todas las tardes llamando a algún viejo amigo de otra época, todas las noches escribiendo un poco para mis nietos y prolongando el insomnio. Y todo por un minuto más de ver un mundo que se desvanece a cada rato. La impotencia de pensar que el entorno se demacra con cada amanecer y la intolerable idea de saber que el decrecimiento es personal, que pasé toda una vida esperando cosas, postergando situaciones para un mejor momento. Todo se acabó, hace rato, ahora solo espero que suceda, todo el tiempo fue así. Desde niño, esperar a ser mayor; de adolescente, adelantar toda una posterior vida adulta, desprovista de independencia económica y bajo el resguardo legal; de adulto joven, esperar por una familia y un empleo estable. Luego de eso comprar cosas que me harían cada día más esclavo del tiempo que nunca tuve. Y ahora, de viejo, el tiempo por el tiempo: la necesidad de tener tiempo para esperar a que el tiempo se acabe; de esperar una retirada digna, como en un combate, de algo que jamás será digno. La espera auto-medicada, la acción de creer que el tiempo es recuperable y que todo aquello que quedó pausado en algún momento de la vida puede retomarse. Pero el café cerró, ahora hay una tienda de cosméticos para hombres; Celestina murió hace una década o más; los niños, mis niños, ya no lo son; y yo ignoro burdamente todo lo que escapa a mi interés. La cordura social desapareció con la potencia con que se impuso el ascetismo cínico. Mis piernas no responden, tampoco mí vista a más de 2 metros. Me detuve frente a un gran muro liso y desanimado; ahí permanecí, de pie… tembloroso, pero de pie. Solo puedo ser más miserable a cada rato. Pero hay una gran ventaja. A esta edad, solo se puede recordar.

Comentarios

Translate